jueves, 22 de septiembre de 2011

Cuento erótico

Nunca pensé en escribir un texto erótico, pero un día unos amigos (no sé si es el mejor calificativo) de un chigre de Avilés, en concreto de "El Cafetón" decidieron crear un concurso de relatos eróticos navideños, a partir de aquella idea, que me pareció divertida, surgió el siguiente texto (ha día de hoy posiblemente sería diferente, pero como tantas cosas en la vida que vistas desde la perspectiva del tiempo seguramente cambiaríamos):






UN POLVO, POR FAVOR







Se despertó con una sonrisa.

El día era perfecto; como no podía ser de otra forma. A una noche perfecta, le tenía que seguir un día perfecto.

Se estaba quedando corto: la noche no había sido perfecta... Había sido magnífica. La única pega era aquel dolor de testículos que sentía en ese momento. Un buen polvo hubiese coronado la noche, que por lo demás había sido espléndida. El conocer a Inés: su alegría, su sonrisa, su cuerpo, su cuerpo, ¡joder, qué cuerpo! El haberse enrollado con ella, su conversación y esas cosas, sus labios, su boca, su lengua, la calidez de su boca... Y, mientras tanto, sus manos y las suyas propias y sus manos y su piel y la suya poniéndose de gallina y sus manos y la respiración entrecortada y sus cuatro manos y la excitación de los cuerpos y el ansia de las manos y la necesidad de un piso y la presencia de los padres en los pisos y la falta de un vehículo y las manos excitando el sexo contrario y la vergüenza de alquilar una habitación y el frío de diciembre que les impedía ir a un parque y la necesidad, la necesidad apremiante de parar antes de que fuese demasiado tarde.

Era un día perfecto, al menos en sus recuerdos.




La cabeza como un bombo. En la garganta aún estaba el sabor amargo del último vómito. Se levantó a beber agua para calmar la resaca. Al  hacerlo, todo parecía seguir dando vueltas como la pasada noche. En su recuerdo, aquel chico: ¿José? Lo había conocido entre el sexto y el séptimo cacharro, miró en el bolso y allí seguía su teléfono, escrito en una servilleta y, por la parte de atrás, una nota de él: “acuérdate de lo que me prometiste”. ¿Qué le había prometido?. Intentó recordar y, poco a poco, el olvido producido por la resaca se fue disipando como si se tratase de un banco de niebla.

Se había enrollado con José, un chico majo que no estaba mal, y éste le había hecho prometer que se irían juntos a pasar las navidades a una casa rural. La verdad es que la idea no le desagradaba, además de encontrarse como una moto en el momento de prometérselo, la imposibilidad de encontrar un sitio le habría hecho prometer casi cualquier cosa. Aunque hoy, sin siete cacharros encima, las cosas se veían un poco distintas. Pero tampoco era cuestión de preocuparse en exceso, probablemente José no la volviese a llamar, y en el caso de hacerlo, seguramente le sería imposible encontrar un alojamiento libre para esas fechas a estas alturas.




El esfuerzo se podría denominar como titánico, pero a última hora, cuando casi estaba a punto de arrojar la toalla, lo había conseguido: una casa rural (con capacidad para veinte personas), apartada y que estaba libre durante las navidades, “como todos los años” según le dijo la dueña.

Quizás fuese una casa excesiva teniendo en cuenta que serían dos. Lo de apartada añadía algo más de romanticismo e incrementaba las posibilidades de juegos sexuales, que al fin y al cabo era a lo que se pensaba dedicar con Inés, y que no se ocupase la casa durante ninguna navidad era algo realmente curioso, sobre todo la Nochevieja, pero era algo que no le preocupaba, él no era Oscar Wilde, ni aquella era la casona de Canterville, así que allí seguro que no había fantasmas, y de haberlos actuaría como la familia Otis en la obra de Wilde.

Cuando llamó a Inés, esperó ansioso la contestación, estudiando con sumo cuidado el tono de su voz para tratar de descifrar de esta forma si ella tenía los mismos deseos que él de irse a pasar unos días a la casa. El resultado fue nulo, no pudo conseguir descifrar las sensaciones de ella, pero colgó el teléfono eufórico porque ella no se había echado atrás y mantenía en pie su promesa.

Quedaron citados para el día siguiente, 23 de diciembre, a las cuatro de la tarde en la estación, para coger el tren que salía a las cuatro y veinte, y que después de una hora y media de viaje aproximadamente, les llevaría al pueblo de la dueña de la casa.

El viaje fue tranquilo y, después de superada cierta timidez inicial, fueron recuperando los últimos momentos vividos juntos. Cuando por fin llegaron a la estación de destino, parecían una pareja disfrutando de todo su amor. Después de media hora, dieron con la residencia de la dueña de la casa rural, donde cogieron las llaves y recibieron las instrucciones de la señora, una viuda de unos 70 años que aún no salía de su asombro al ver a aquella pareja que estaba dispuesta a pasar en su casa rural hasta el día de Año Nuevo. La señora, con gran amabilidad, les enseñó el camino hacia la casa, un antiguo refugio de pastores que quedaba a unas cuatro horas y media del pueblo. Era una suerte, según ella, que estos días no hubiese nevado porque, de lo contrario, el camino se haría aún más duro... siempre y cuando fuese posible transitarlo.

Esta última expectativa no sólo no amedrentó a la pareja, sino que consiguió el intercambio de unas miradas cómplices y una leve sonrisa en ambos.

La ascensión fue más lenta de lo que esperaban, ya que al principio se tomaron el camino con excesiva calma, disfrutando del paisaje y haciéndose continuas carantoñas y arrumacos que ralentizaban el paso. Pero la proximidad de la noche y el peligro advertido por ella de encontrarse con niebla durante el recorrido, hizo que decidieran aplazar su cortejo amatorio hasta llegar a la casa.

La noche, llegó antes de lo previsto y vino acompañada de un frío helado y un viento que, a pesar de entumecerlos, por lo menos evitaba que se formasen bancos de niebla. El camino continuaba ganando altura y requirió de la pareja que se esforzasen en no tratar de perderse, cosa que consiguieron a duras penas.

Cuando por fin llegaron a la casa, fatigados, cansados y hambrientos, decidieron desempaquetar las mochilas, cenar algo y descansar. Estaban tan exhaustos que, sin mediar palabra, de mutuo acuerdo tácito, aplazaron su pasión para el día siguiente.

Se despertaron más tarde de lo previsto, así que decidieron preparar la comida y después, dar una vuelta por la casa y los alrededores, ya que el día anterior apenas se pudieron formar una idea del lugar.

José preparó una comida a base de alimentos precocinados, mientras que Inés se duchaba e instalaba los bártulos de ambos con exquisito cuidado, como no podría ser de otra manera en una persona como ella, amante del orden y la pulcritud hasta rozar un punto de excesivo celo.

Por la tarde, dieron el paseo acordado. El paisaje era maravilloso; el bosque que rodeaba la casa dejaba ver la variedad y gamas de colores típica de estas fechas, pasando del ocre al marrón, verde, plateado, blanco en aquellos sitios donde se amontonaba algo de nieve, etc. En la parte posterior de la casa, vieron un abrevadero de animales, al que dedujeron que acudían varias especies por las huellas que encontraron en el barro. Desde este abrevadero partía una senda hacia la derecha que decidieron seguir.

Transcurridos unos veinte metros, encontraron un cobertizo de piedra y madera, que seguramente había sido construido con los materiales restantes de la rehabilitación de la casa que, por otra parte, había sido magnífica, convirtiendo una antigua cabaña de pastoreo en una espléndida casa de dos alturas y un bajo cubierta con espacio para un sacódromo que añadir a la capacidad inicial de las veinte plazas de la casa.

El cobertizo estaba en semipenumbra y parecía acogedor. Entraron riéndose y pensando en lo acertado de su decisión al haber alquilado aquella casa. Cuando estaban dentro, comprobaron que el suelo estaba cubierto de paja y en los laterales también existían alpacas apiladas. José cogió a Inés que estaba situada delante de él, por la cintura, la giró y le besó los labios. Ella respondió cambiando el ritmo de su respiración y abrazándole; él empezó a besarle el cuello, a apartar la cazadora y el jersey para hacer lo mismo con su hombro mientras que Inés le recorría la espalda con sus manos, acariciándolo con gran cariño al tiempo que le mordisqueaba el lóbulo de la oreja. Ambas respiraciones fueron alterándose, las cazadoras descansaban sobre la paja, las manos liberaban los cuerpos de sus ropas para dejar vía libre a sus labios. Así, de esta forma, fueron desapareciendo los jerséis, los dedos excitaban la piel preparándola para el seguido roce de los labios y la casi imperceptible humedad de la punta de la lengua, las manos de José buscaron los senos de ella, acariciándolos por encima de la tela del sujetador. Inés arqueó su cuerpo echando la cabeza hacia atrás, para volver de nuevo a la posición inicial, acercando sus labios al oído de él y susurrarle un ¡no!, en el momento que sus manos retiraban las de su compañero, haciendo que sus cuerpos se separasen.

José trató de protestar, ella colocó su dedo índice sobre los labios del chico y guiñándole un ojo de forma pícara le dijo que esa noche le tenía preparada una sorpresa.

Se vistieron y continuaron con el paseo.

Decidieron preparar una buena cena para celebrar la Nochebuena; para sorpresa de él, Inés había previsto esta cena y había traído comida suficiente.

Él fue el primero que comenzó a jugar con la comida, abrió el frasco de mayonesa e introdujo su dedo índice, se colocó detrás de Inés y mientras que con el brazo libre la aprisionaba contra su cuerpo, llevó suavemente su dedo untado en mayonesa a los labios de ella que, al darse cuenta de sus intenciones, abrió la boca para chuparle el dedo y atraparlo delicadamente entre sus dientes. A partir de este momento, tanto la preparación de la cena, como la cena misma se convirtió en un preludio excitante de lo que les deparaba la noche.

Ambos disfrutaban de una euforia que aseguraba una gran noche de placer; sus miradas, sus sonrisas, sus sonrojos, sus palabras y sobre todo sus silencios, así lo indicaban.

Inés fue la primera en subir a la habitación. Habían escogido el cuarto grande en el que estaban varias camas de literas. Colocaron dos literas juntas para tener una especie de cama matrimonial y el resto las dejaron colocadas en los laterales del cuarto para poder de esta forma tener un espacio en el centro de la habitación.

José fregó y recogió los restos de la cena. Lo hizo con prontitud para ir al cuarto de arriba. Cuando llegó, se encontró con que Inés estaba, en el centro de la sala, sentada sobre unas esterillas. A sus oídos llegaba una música suave y relajante que intuyó como de meditación; a su nariz un olor intenso y pegajoso que le recordó a iglesia; completando la escena, pudo ver a Inés rodeada de una luz tenue que proporcionaban una velas a su alrededor: estaba situada de espaldas a la puerta y desde su posición únicamente la veía vestida con una gasa semitransparente, que parecía ser una bata.

Después de la primera impresión, se quedó en silencio, observándola, como si intentase grabar en su memoria aquella imagen. Bajo aquella luz oscilante, ella se veía realmente hermosa y atractiva. Llevaba el pelo suelto, dejando caer sus ondas sobre su hombro izquierdo; el perfil de su rostro, que más que ver se adivinaba en aquella semioscuridad, era de fracciones suaves, con unas cejas poco pobladas en contraste con sus pestañas largas y rizadas; los pómulos hacían perfecto juego con su nariz redondeada, en cuya base se veían unos labios finos y algo carnosos al mismo tiempo; su barbilla, redondeada, se semejaba a una atalaya de un acantilado desde donde nacía la catarata de su cuello cuya piel, con toda la bravura del agua se deslizaba por su pecho para ir a morir a un seno que se advertía bajo la gasa y que por su forma le recordó por un momento, el mapa de Tenerife. En el recorrido de su mirada se encontró con un costado que se intuía de piel blanca y una cadera, algo deformada en estos momentos en que Inés estaba sentada, pero que él sabía de estructura fuerte pero de silueta atractiva; unas caderas que eran el inicio de unas piernas esbeltas que aparecían desnudas a su vista.

La contempló durante un rato, viéndola moverse muy lentamente, como si buscase entrar en estado de trance, y después de excitarse aún más de lo que estaba gracias a aquella visión, decidió desvestirse y aproximarse lentamente a ella. Cuando llegó a su lado, se arrodilló con sumo cuidado y, pasando su mano suavemente sobre el pelo de ella, le besó el hombro derecho.

En ese momento, la mujer giró la cabeza para buscar con sus labios los de su compañero, besándose con pasión y lujuria. José, que apenas se podía reprimir, inició un movimiento para levantarla en cuello y llevarla a la cama. Un movimiento que fue abortado en su inicio por una sonrisa de ella, al tiempo que le decía:

- Espera un poco, por favor. Hoy es nochebuena y es un día muy especial para mí. Dame un momento y déjame estar a solas conmigo misma para poder encontrarme y después estaré contigo.

El hombre no comprendió muy bien lo que estaba pasando, ni lo que ella le había querido decir, pero le preguntó si quería que se fuese a otra habitación.

- No hace falta. Acuéstate si quieres, que después iré yo.

Desde la cama, podía verla en su plenitud, y la imagen de ella, vestida con aquella bata, exaltaba sus ánimos. Así que disfrutó de ese placer que sin lugar a dudas era un excelente preludio de lo que le esperaba.

Esperó tranquilamente a que ella se encontrase; pero debía de estar más perdida de lo que él suponía, porque no llegaba el momento de hacerle un hueco a su lado, en la cama.

Después de cerca de dos horas y media observándola, su visión se volvió más turbadora que al principio, pero ahora su deseo sexual se estaba convirtiendo en una desesperación nerviosa y la imagen deseada se transformó en un castigo visual. Así que decidió girarse en la cama para evitar verla. Mientras Inés se encontraba a sí misma y a su paz interior, José se perdía en un sueño nada tranquilo.

Cuando él se despertó, lo primero que hizo fue comprobar si ella seguía buscándose y se sorprendió al verla sentada desnuda, a su lado, en la cama.

- ¿Dormiste?
- Sí, algo.
- ¿Tardaste mucho en acostarte?
- No lo sé, no miré la hora.
- ¿Y lograste encontrarte?
- Casi, estaba a punto cuando empezaste a roncar y me desconcentraste.
- Pues mira tú qué casualidad, que yo también me acosté muy concentrado y acabé desconcentrándome. Por cierto, y si no te encontraste, ¿hoy tienes que seguir buscándote?
- No, ya lo haré otro día o cuando vuelva a casa.
- Sí. Estas cosas, como en casa, en ningún sitio. Aunque ayer estabas muy sexy.
- Ahora que hablas de eso, hoy tenemos que ir al pueblo.
- ¿Qué tiene que ver lo sexy con ir al pueblo?
- Lo de sexy no, lo de “como en casa en ningún sitio”.
- ¿Qué es que te quieres ir ya?
- No, hombre, es que hoy es Navidad y tengo que felicitar a la familia y a los amigos y como aquí no hay cobertura, pues no tenemos más remedio que bajar al pueblo y así de paso hacemos deporte y compramos más provisiones, sobre todo para preparar una buena cena de Nochevieja.
- Mientras que en Nochevieja no tengas que andar buscándote de nuevo...

Se demoraron en salir más de lo que tenían pensado. El tiempo amenazaba nieve y el viento que les daba en la cara era gélido. Cuando después de unas cinco horas de viaje llegaron al pueblo, fueron directos al bar, a tomarse unos cafés bien calientes.

José nunca sospechó que Inés podía tener tantas amistades a quien llamar; así que, presumiendo que si se quedaba a esperar a que terminase, podía volver a sucederle lo de la noche anterior, decidió ir ganando tiempo e ir haciendo las compras.

Regresó al bar, con las mochilas llenas y dispuesto a preguntarle al camarero si le apetecía jugar a las cartas en el caso de que Inés siguiese enganchada al teléfono.

Fue en el transcurso de la tercera partida, cuando ella se separó del teléfono y se dirigió hacia la mesa para pedirle más cambio al camarero, cuando él aprovechó la oportunidad para recordarle que se estaba haciendo de noche y el tiempo seguía amenazando con nevar.

A la hora de emprender el camino de regreso, ya había oscurecido; el tiempo dejó de amenazar y cumplió, haciendo caer sobre ambos una abundante nevada, que les hacía ir fijando la vista continuamente en el suelo.

Con estas condiciones tan adversas, no pudieron evitar perderse en varias ocasiones, y empezaron a temer tener que pasar la noche en el monte.

Después de perderse y encontrarse, sin necesidad de ponerse en trance, lograron llegar a la casa a altas horas de la madrugada, decidiendo no cenar para irse primero a recuperar fuerzas de la dura caminata y meterse entre las mantas para intentar entrar en calor y olvidar así la nieve.

Mientras que se acostaban, mantuvieron un cruce de miradas de deseo, pero el frío que aún tenían en el cuerpo, hizo que se acostasen sin apenas dirigirse la palabra.


Se levantaron cerca del mediodía. Él fue el último en despertarse y, cuando lo hizo, se encontró con Inés que estaba mirándole, sentada a su lado, en la litera, y que estaba cubierta por un albornoz. Ella le sonrió y le dio un beso. A José le cambió el humor y le apareció una sonrisa en la cara, le rodeó mimoso la cintura, mientras ella le acariciaba la espalda y le sugería la posibilidad de ducharse juntos.

Abrió ambos grifos, hasta conseguir una temperatura adecuada, y entonces se metió en la ducha, mientras ella le observaba desde fuera quitándose el albornoz para acompañarlo. El agua caía sobre la cabeza del hombre, haciendo que su pelo moreno y corto, quedase lacio cayendo sobre unas orejas pequeñas y pegadas a su cara, que era de forma redondeada y de mandíbula fuerte y un poco prominente, que se acentuaba más en esta ocasión debido a la barba de dos días y a que tenía la cabeza echada hacia atrás para recibir el agua en su frente amplia y tersa; el agua caía sobre ésta y parecía querer iniciar un juego con sus definidas y no muy pobladas cejas. El juego consistía en simular unos pequeños remolinos, que amenazaban con intentar romper el dique de las cejas para intentar penetrar en unos ojos verdosos, que ahora mismo permanecían cerrados y ajenos a este juego.

El agua seguía cayendo por su cuerpo y formaba una pequeña película como de plástico transparente sobre el mismo que excitaba a Inés al verlo allí, desnudo y húmedo, con los hombros anchos haciendo que se desviase el agua y se distribuyese casi a partes iguales entre su espalda y su pecho, en el que el agua parecía querer hacer un cuadro jugando y colocando a su antojo el escaso vello que le nacía encima de unos pectorales que se notaban trabajados, al igual que su vientre plano en el que se distinguían la separación de sus músculos abdominales. Sus piernas eran fuertes y algo corvadas hacia el exterior.

La mujer quedó desnuda y centró su vista en el sexo de su compañero que colgaba haciendo que el agua arrollase por él en su camino hacia el plato de la ducha. El pene era ancho y tenía un prepucio que cubría una cabeza que a ella le pareció un excelente ariete de placer.

Húmeda por sus pensamientos y sintiendo como la necesidad anidaba en su sexo, decidió humedecerse el cuerpo dentro de la ducha. Al entrar colocó las palmas de sus manos sobre los hombros de él y suavemente fue acariciándolo, pasando sus manos por su pecho, por sus costados, se arrodilló y, después de darle un beso introdujo su lengua en el ombligo. Al tiempo que con las manos presionaba sus nalgas, fue recorriendo su pubis con la lengua, y él dio un pequeño respingo cuando las manos de ella acariciaron muy hábilmente sus testículos al tiempo que con su boca atrapaba su polla erecta.

Le sujetó la verga con una mano mientras la introducía en su boca y pasaba la lengua por el glande. La respiración de ambos fue aumentando su ritmo para acompañar la cadencia que ella imprimía a sus movimientos. José seguía con la cabeza echada hacia atrás para recibir el agua que le caía directamente en el rostro y estaba intentando ahogar un grito de placer, cuando de repente el agua decidió cambiar su calidez por una temperatura gélida que hacía juego con la temperatura de la calle, pero que confrontaba totalmente con el calor humano de la ducha.

José resolvió su problema de ahogar un grito de placer y emitió uno de forma estentórea, como reacción inmediata a la sensación térmica que le produjo el agua helada.

Inés también tuvo la misma sensación térmica, aunque en su caso fue agravada con una sensación auditiva que de forma espontánea le hizo contraer la mayoría de sus músculos, especialmente los bucales, atrapando de esta forma el falo de su compañero. Éste, ante esta nueva amenaza que se ceñía sobre su parte más íntima, literalmente reculó, consiguiendo liberarse y producirse un desgarro de forma colateral en el bálano.

Después de efectuar las curas necesarias, se dieron cuenta de que la herida no era tan grave, aunque lo suficientemente molesta como para tener que apagar la pasión de él por un par de días. En vista de este nuevo aplazamiento forzoso y de la necesidad de conseguir una bombona de butano, decidieron preparar unos bocadillos y partir de forma inmediata hacia el pueblo, ya que la perspectiva de hacer todo el recorrido cargando con una bombona, en el camino de regreso llena, y la posibilidad de perderse como la noche anterior, no les parecía un panorama excesivamente alentador.

Por un momento, a José se le pasó por la cabeza comprar una cuerda en el pueblo, para ir atándola a intervalos regulares entre los árboles del camino, por si, tal y como parecía que estaban predestinados, tenían que volver a realizar el mismo recorrido, reducir al mínimo la posibilidad de perderse.

Cuando por fin regresaron a la casa, estaban molidos después de la caminata y de cargar con el peso de las bombonas, así que se hicieron una cena rápida y se acostaron sin más preámbulo.

Una vez en la habitación, Inés, juguetona, y con un cierto toque de picardía y malicia al mismo tiempo, quiso comprobar la gravedad de la herida de José, y para ello fue desvistiéndose muy lentamente, frente a él, mirándole directamente a los ojos, quitándose cada prenda de una forma muy sensual y con movimientos sexis. A pesar de los esfuerzos de José por controlarse, no pudo evitar tener una erección que le resultaba doblemente desagradable, por un lado, al sentir un dolor y escozor producido por el roce de su pene con la ropa al ir aumentando de tamaño, y por otro lado, un dolor menos físico, pero para él más molesto, al verse, en contra de sus deseos, momentáneamente impotente.

Inés, al darse cuenta de los problemas de su compañero, se acostó a su lado dándole un tierno beso de buenas noches, y en poco tiempo ambos estaban durmiendo.

El día siguiente pasó sin excesivos sobresaltos, con una lectura que hicieron por la mañana, una buena comida para reponer fuerzas de las caminatas de los días anteriores y con un corto paseo por la tarde. Durante todo el día procuraron no soliviantar en exceso sus libidos, y sus roces amorosos no pasaron de unas caricias y unos besos.

Después de cenar y de escuchar música, se fueron a la cama, y en esta ocasión, fue José quien se sintió con ánimo para comprobar la evolución de su herida, así que antes de que se acostaran convenció a la chica para que le repitiese el streeptease de la pasada noche.

Ante esta petición, Inés se encerró en el baño para prepararse, eligiendo con sumo cuidado la ropa y los complementos que considero más provocativos, maquillando ligeramente aquellas partes de su anatomía que consideró más interesantes para aumentar el efecto excitante que quería conseguir.

Diez minutos después de haberse retirado, se presentó de nuevo en el dormitorio. La expectación de José era total y, nada más verla entrar, sintió crecer su excitación, amén de otra parte de su cuerpo.

Colocó sus manos sobre la cabeza, contoneó todo su cuerpo en un balanceo lento y muy sensual que partía de su cadera y hacía moverse al resto del cuerpo; con su mirada buscaba constantemente comprobar la reacción que estaba provocando; comenzó a acariciarse el cuerpo, pasando sus manos por encima del vestido negro de tirantes que llevaba puesto, al llegar a la altura de sus pechos, los juntó y empezó a moverlos en círculo, tirando de ellos hacia arriba y sacando la lengua imitando pasarla por ellos. Siguió bajando las manos, cogiéndo esta vez el vestido por la cintura para hacer subir el bajo del mismo por encima de su cadera, permitiéndole de este modo a José la visión de un tanga negro, que se perdía entre sus nalgas cuando ella se giró, pudiendo volver a ver la prenda íntima cuando la chica arqueó su cuerpo hacia delante.

La finalidad de este desnudo parecía estar dando sus frutos, porque el hombre había alcanzado un estado de erección sin apenas dolores, lo que le confería la seguridad suficiente para jalear a su compañera, animándola a continuar con sus movimientos.

Sintiéndose deseada, continuó a su ritmo, escogiendo esta vez, permanecer de espaldas a la cama y continuar elevando el vestido para sacárselo por la cabeza, cruzó los brazos sobre el pecho y comenzó a darse la vuelta para situarse frente a él.

Justo en ese momento comenzaron a sonar sonidos de cencerros, mugidos y berridos de animales que se acercaban a la casa.

Ambos se sobresaltaron y se acercaron a la ventana a observar lo que sucedía.

No tardaron mucho en darse cuenta que estaban presenciando una estampida de animales, aunque el motivo lo desconocían. En principio observaban desde la ventana, pero cuando vieron como la estampida se acercaba al abrevadero y al tendejón que se situaba en los alrededores, decidieron bajar para tratar de espantar a los animales evitando así que pudieran causar cualquier destrozo que después les intentasen cobrar a ellos.

Se pusieron algo de ropa por encima, cogieron sus linternas, y salieron inmediatamente a la calle. Dieron voces e hicieron aspavientos para tratar de conseguir que el ganado se alejase de la casa.

Las reses y las ovejas que venían mezcladas como si se tratase de un mismo rebaño, debían de estar demasiado asustadas, por que de mano sus esfuerzos fueron estériles, aunque poco a poco fueron capaces de ir apartándolos de la casa. Sin embargo la desbandada continuaba, pasando y arrasando el abrevadero, que estaba en el medio de su camino de huida, así que dándose cuenta de esta realidad decidieron darlo por perdido y tratar de desviar a los animales que se dirigían al cobertizo. En esta ocasión tuvieron más éxito que en la anterior y lograron que ningún otro animal tomase aquel camino.

Después de un rato, pasó la estampida, así que se dirigieron hacia el cobertizo para hacer huir a los que se habían refugiado allí, además de comprobar el estado en el que lo habían dejado.

Cuando llegaron se encontraron con una vaca y tres ovejas que se les notaba muy nerviosas. José entró con cuidado en el cobertizo, mientras que Inés permanecía en un lateral del camino para no estorbar la posible salida del ganado.

Con gran cuidado, José ahuyentó en primer lugar a la vaca, que en cuanto se vio de nuevo en el camino, comenzó a correr a una velocidad que ni José ni Inés, creían que pudiese alcanzar una vaca.

Una vez reducida la ganadería solamente a la ovina, el hombre intentó desalojar a los ocupas que resistían en el cobertizo con mayor ímpetu y menores precauciones. Las ovejas comenzaron a moverse en dirección a la salida, pero una de ellas, en acto de protesta por la pérdida de la protección que le albergaba el cobertizo, al pasar al lado de José, le propinó, lo que él juzgó como un mordisco, en la zona más convaleciente de su aparato reproductor.

Cuando hubieron comprobado los desperfectos causados por la estampida, tanto en el cobertizo como en el abrevadero, subieron a la casa a comprobar y hacer las curas necesarias en el pene del chico, que empezaba a pensar que esto de que todo el mundo le mordiese en el mismo sitio, se estaba convirtiendo en una costumbre, poco placentera y más bien molesta.

Las circunstancias, por tanto, les obligaron nuevamente a retrasar sus necesidades (porque, en ambos casos, se estaban convirtiendo ya en apremiantes necesidades sexuales) para un mejor momento.

Durmieron toda la noche.

El día siguiente, día de los Santos Inocentes, lo pasaron con una calma tensa, porque los dos estaban convencidos que algo les deparaba aquel nuevo día.

Efectivamente no se equivocaron: después de estar todo el día nevando, cuando ya hacía aproximadamente una hora y media que anocheciera, comenzaron a escuchar unos ruidos y susurros que achacaron en un primer momento al viento, pero que, a medida que pasaba el tiempo, se dieron cuenta de que se trataba de voces humanas que se venían acercando en dirección a la casa.

Extrañados por aquella posible presencia humana a esas horas, subieron al piso de arriba para intentar ver algo. Inmediatamente pudieron comprobar como una fila de luces, se acercaba por el camino del pueblo a la casa.

Cuando los visitantes llegaron, supieron de su boca que se trataba de una excursión de amigos que todos los años por estas fechas subían a la casa y pasaban allí la noche, conocedores de que siempre permanecía vacía.

Después de superada la sorpresa de ambos grupos, especialmente de la pareja, estos, ante lo avanzado de la noche y la nevada que había caído, además del frío exterior, no tuvieron más remedio que darles cobijo en la casa.

Pudieron comprobar que los excursionistas eran conocedores del terreno y de la casa que, como si de soldados en fase de rapiña se tratase, ocuparon, adueñándose de la forma más natural del mundo de cuanto había en ella.

Este tipo de actitud no les hizo mucha gracia, y a José menos gracia le hizo aún una pregunta que se estaba haciendo en alto uno de los invasores sobre quién sería el imbécil que había amarrado unas cuerdas entre los árboles con intervalos regulares, impidiendo de esta forma que, si el ganado se viese asustado, por un ataque de lobos por ejemplo, pudiese huir por sus caminos naturales.

Debido a esta animadversión que había surgido entre ellos, decidieron no mezclarse en exceso con los recién llegados. Algo que les resultó imposible, tanto por el número de ellos (sobre treinta y tantos, calcularon) como porque además se diseminaron por toda la casa, haciendo imposible de esta forma conseguir un poco de intimidad.

En lo tocante a la intimidad, efectivamente, los intrusos no estaban dispuestos a hacer la más mínima concesión, porque el fin último de realizar aquella excursión, era celebrar una reunión anual de personas que practicaban sexo en grupo.

La noche se convirtió en una terrible pesadilla; pasaron toda la noche huyendo de felaciones, eyaculaciones, sodomizaciones, tríos, cunilinguis, besos oscuros, etc. Y lo peor no era huir de ello. Lo peor  es que algunas visiones aumentaban sus necesidades, entablándose de esta forma una lucha tremenda entre su deseo, sus convicciones morales y un extraño pudor y respeto por su acompañante; ambos estaban pensando que de no estar en aquella casa con la otra persona y de no haber surgido las cosas tal y como lo habían hecho, probablemente, a estas alturas, ya hubiesen satisfecho sus necesidades aceptando participar en algunos de los actos que habían presenciado y a los que reiteradamente fueron invitados.

Poco a poco, el clímax reinante en la casa fue descendiendo; a pesar de que resistió durante toda la noche, ya que, como si se tratase de una empresa con distintos turnos de trabajo, los recién llegados se turnaban en tomarse pequeños descansos para continuar con posterioridad con mayor ímpetu.

A medida que estos encuentros fueron disminuyendo, la pareja, con el ánimo y el deseo excitado al máximo, pudo ir encontrando la forma de descansar.

Después del mediodía se despertaron, arrebujados en una manta, en el suelo del pasillo de entrada al baño. Lo primero que hicieron fue escuchar atentamente y, ante su asombro, los gemidos, los ruidos y con ellos los extraños, habían desaparecido.

Dieron una vuelta por la casa y comprobaron que los desperfectos ocasionados por el ganado en la noche anterior, no eran nada comparados con el estado en el que ahora encontraban la casa. José comenzó a lamentar no haber comprado aquel mapa de la zona que le ofrecieron en el pueblo, para tratar de buscar una ruta de salida que le permitiese no tener que pasar por delante de la vivienda de la dueña de la casa.

Dedicaron prácticamente todo el día a recoger, limpiar, ordenar, colocar y reparar los desperfectos de la casa.

Cuando llegó la noche, estaban tan cansados como si hubiesen bajado y subido del pueblo con una bombona de butano a cuestas.

Pero sus necesidades eran enormes, Así que decidieron no aplazar por más tiempo el momento tan deseado, tan necesario y tan urgente de la unión entre ambos cuerpos.

Ella fue la primera en subir a la habitación y meterse en la cama. Cuando el llegó, se metió con la chica en la cama, y sin esperar a pormenores, como un acto un tanto brusco y en cierto modo salvaje, comenzó a acariciar el cuerpo desnudo de la chica, a besarlo, a darle pequeños mordiscos, a comprobar su sabor con su lengua, fue recorriendo uno a uno todos los pliegues, las curvas y los recovecos de su cuerpo, para terminar hundiendo la cabeza en su entrepierna.

Le separó las piernas para poder acceder mejor a sus labios, los observó por un momento, los palpó, acabó separándolos también, vio la excitación del clítoris de la chica, observó la humedad vaginal, loco de pasión, sin poder contenerse por un momento más, jugó con su lengua con el clítoris de la chica, pasándola a su alrededor, dándole pequeños golpecitos, succionándolo  con cuidado, atrapándolo entre los dientes y dejándolo escapar para iniciar de nuevo la operación. Y mientras hacía todo esto, introdujo dos dedos en la vagina, moviéndolos con una cadencia acompasada con el ritmo que marcaba su propia lengua. Ella, gemía de placer, arqueaba su cuerpo, y movía su cadera para intentar aumentar el efecto placentero. Todo este proceso provocó en ambos la necesidad de una penetración.

La abandonó por un momento, se acercó a la mochila para coger los preservativos, abrió la cremallera y cogió la caja de los condones, para comprobar que pesaba demasiado poco, miró dentro y estaba vacía. Se lo comentó a la mujer, que comprobó los que ella había traído y que también habían desaparecido. Seguramente aquellos vándalos los habían cogido y utilizado. Buscaron desesperadamente por toda la casa. Sabiendo de antemano cual iba a ser el resultado de su infructuosa búsqueda. No en vano, estuvieron todo el día limpiando la casa y encontrándose preservativos usados por todas partes. Sus “amigos” habían agotado todas las existencias.

Después de un rato buscando y ante la posibilidad de coger un resfriado, decidieron acostarse, descansar y asumir de la mejor manera posible, su destino.

Fue Inés la que quiso bajar al pueblo al día siguiente a comprar preservativos, José insistía en que lo dejase, que era igual, que seguro que no los había, y que si los hubiese, seguro que esa noche se presentaría un dragón, o pasaría un entierro por la casa, o tendrían que recibir un congreso de pastores de montaña, o cualquier cosa parecida.

Al final, José se quedó procurando subsanar los desperfectos de la casa, convencido de lo inútil del intento de Inés.

Cuando ésta llegó, ya había anochecido y no pudo comprobar la reparación del abrevadero y del cobertizo que había hecho José.

Cenaron tranquilamente, hablaron de cine y de literatura, procurando evitar, libros o películas con cualquier tipo de referencia sexual, que pudiese caldear aún más los ánimos de ambos.

Por fin, se fueron a la cama. Inés se metió en ella y encontró a José de espaldas, intentando dormir. Por este motivo, no tuvo más remedio que comenzar a acariciarle el pelo y mordisquearle la oreja, al tiempo que le acariciaba el cuerpo con la otra mano, para tratar de excitarlo.

Curiosamente, José no reaccionaba como sería de esperar, y simplemente se limitaba a decir que lo dejase, que era igual, que no iba a ser posible, que cualquier otro siglo de estos que quizás, pero que en aquella casa que era imposible.

No podía creer lo que estaba pasando, no podía ser cierto que él se rindiese así sin intentarlo, sin tan siquiera mirarle a la cara, permaneciendo de espaldas a ella. Siguió intentándolo con más ahínco, hasta que él no tuvo mas remedio que contarle la verdad.

Había estado todo el día solo arreglando la casa, con el convencimiento de que allí era imposible follar, que jamás lo conseguirían y este mismo pensamiento, le hizo pensar en sus necesidades, en toda la tensión sexual acumulada, y no pudo evitar desahogarse masturbándose. El problema era que había tanta tensión acumulada que fue repitiendo la operación durante todo el día y ahora mismo se sentía incapaz de realizar cualquier tipo de esfuerzo sexual.

Ella decidió dormir, estaba demasiado enfadada con aquel imbécil onanista, como para tratar de mantener una conversación sana.

El día 31, último día del año y de estancia en la casa, se levantaron sin apenas mirarse, ni dirigirse la palabra, pero ante los planes que tenían de preparar una buena cena, no tuvieron más remedio que arreglar sus disputas para tratar de repartirse las tareas para la misma que, al fin y al cabo, habían planeado para disfrute de ambos.

Pensaron que sería buena idea preparar comidas sugerentes sexualmente, pero la escasez de recursos culinarios adecuados les hizo descartar la idea. El resultado final es que trabajaron codo a codo para lograr una buena cena y, este trabajo en común, logró hacer renacer su amistad y su pasión.

La cena fue desproporcionada (como suelen ser todas estas cenas) en todos los sentidos. Inés había aprovechado cada vez que habían tenido que bajar al pueblo, para ir subiendo, poco a poco, todo lo que ahora tenían en la mesa y lo había escondido para que José no lo encontrase, con tanta habilida, que ni los excursionistas arrampladores de todo habían conseguido encontrarlo.

De este modo, la mesa estaba repleta de comida y de bebida; especialmente de esto último, con vinos blancos, rosados, tintos, unas botellas de sidra natural que habían servido de aperitivo y en excelente champán del que estaban dando buena cuenta.

Hicieron su propio simulacro de campanadas de la suerte, pero ante la ausencia de uvas, se tomaron medias copas de champaña.

El calor del alcohol y el calor acumulado de sus cuerpos, hizo que poco a poco fuesen despojándose de sus ropas, continuaron bebiendo y acariciándose, echándose el champán por el cuerpo para que la otra persona lo bebiese así.

Los besos y las caricias eran continuas, la bebida también, subieron a la habitación tropezando con las paredes, sujetándose el uno al otro, muertos de risa, recordando todo lo que les había pasado estos días, alegrándose porque ya se había acabado aquel año, siendo felices porque empezaba uno nuevo y porque. ahora sí, ahora iban a ser capaces de realizar sus fantasías, brindaron por el nuevo año, se metieron en la cama y, como era de esperar, se quedaron dormidos.

1 comentario:

  1. Jajajajajajaj, por favor esto tiene que seguir de alguna manera. No pueden quedarse así. Es impresionante la forma que tiene de ver las cosas cada persona jajajajaja.

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